miércoles, 30 de noviembre de 2016

El arte y la critica sin cuerpo.




 Creo que la exposición Ficciones y territorios,  abierta actualmente en el Museo Reina Sofía de Madrid, nos ofrece la posibilidad de hacer un balance del desempeño de Manolo Borja Villel como director artístico de centros y de museos de arte y comisario de exposiciones, oficios en los que ha jugado un papel crucial su concepción de la institución museística como ámbito privilegiado para el despliegue y realización de la función crítica del arte. Ficciones y territorios condensa y de alguna manera culmina dicha trayectoria y ofrece por lo tanto la posibilidad  no solo de reflexionar sobre ella sino sobre la que durante cerca de dos décadas ha sido la tendencia hegemónica en los principales escenarios institucionales del arte español. Tendencia a  la que s ha sido habitual nombrar o identificar con el conceptualismo. Un término que ya era suficientemente ambiguo y polisémico cuando se ocupó de él Simón Marchán hace cuatro décadas en un libro memorable y que  ha  terminado convirtiéndose en un eslogan o en un lema intimidante, cuya mera cita parece suficiente para legitimar cualquier desafuero y bajo cuyo paraguas se ha amparado  una práctica curatorial y discursiva aquejada de lo que me atrevería a calificar de textualismo. O sea de sometimiento de la imagen al imperio de la palabra o, dicho de manera más  general: de subordinación de la obra de arte a la escritura, a la letra impresa, con todo  lo que la letra impresa supone de condicionamiento y determinación de las relaciones entre el pensamiento y la sensibilidad. No soy yo desde luego quien va a negar los poderes del texto ni el papel crucial que ha cumplido y sigue cumpliendo en nuestra cultura, incluso ahora, cuando la omnipotente modalidad audiovisual de la misma esta subvirtiendo el privilegiado estatuto que ha ostentado por siglos. 


Pero una cosa es reconocer esos poderes y otra muy distinta pasar por alto las evidentes  limitaciones que tiene la escritura para generar experiencias estéticas plenas. E inclusive para dar cuenta cabal de ellas. Experiencias que involucran al cuerpo de una manera tan comprensiva  y sinestésica que a su lado las que ofrece la lectura “no tiene color”, como suele decirse con reveladora elocuencia. Cierto: cuando leemos una novela nos imaginamos a los personajes y las situaciones en las que actúan pero esas imágenes puramente mentales resultantes descorazonadoramente pobres si las comparamos con las que ofrecen a nuestra mirada la pintura, el cine o cualquiera otra de las artes visuales. Esas imágenes son imágenes sin cuerpo, porque ellas mismas, como los espectros, carecen de él. Y porque no se forman en la conjunción del cuerpo y el alma, del soma y la psiquis, sino en una psiquis disyunta del soma y replegada sobre sí misma. De allí que ostenten una capacidad muy limitada de suscitar la plenitud de la experiencia estética, que implica que el cuerpo se involucre en la misma hasta el punto de dar la razón a la tesis defendida por Judith Butler de que en los sentidos ya está obrando “algo llamado pensamiento”,  en contra de lo que sostiene “una filosofía que colapsa una y otra vez ante la cuestión del cuerpo” y que  por lo mismo establece dicotomías entre el pensamiento y “el sentir, el deseo, la pasión, la sexualidad y las relaciones de dependencia”. Las mismas que la filosofía feminista se ha encargado de cuestionar1 .Tesis que al límite podría esgrimirse en contra incluso de la  condena duchampiana de la pintura “retiniana”.

No se piense que cito al conceptualismo y critico aquí al textualismo por capricho o  animadversión. No: lo hago porque está suficientemente documentado que mucho del arte que Manolo Borja Villel se ha esforzado en promover, valorar y exponer en todos estos años ha sido habitualmente calificado de “conceptual” en la vulgata periodística. Y porque la predilección suya por la escritura, por la palabra impresa, está igualmente corroborada no solo por las decisiones curatoriales que suele tomar sino por las numerosas ocasiones en las que ha incluido en las exposiciones de las que se ha hecho cargo libros, catálogos y otros documentos impresos que no estaban normalmente  a disposición del público para que este los leyera sino para que su exhibición rindiera testimonio de la preeminencia indiscutible que él le otorga a la escritura.
El otro asunto en juego en esta oportunidad es  el importante papel asignado por el actual director del Museo Reina Sofía a la institución museística en el estímulo y el amparo de la función crítica del arte, cuyo objeto privilegiado está claramente señalado en el panfleto editado por el Museo que comparte el titulo de la exposición  - Ficciones y territorios-  y cuyo subtitulo resulta más elocuente que el titulo de la misma y ciertamente más ambicioso y expresivo: “Arte para pensar la nueva razón del mundo”. La explicación de cuál es esa “nueva razón” está igualmente incluida en el panfleto: “El neoliberalismo, sinónimo de privatización y de reducción progresiva de lo público a favor de lo privado, se ha convertido en nuestra condición, el medio social,económico y político en el que nuestras actividades han venido acaeciendo en las últimas décadas”. Yo estoy desde luego de acuerdo con esta definición y aún más, si cabe, con la necesidad de criticar sin concesiones  “la razón” a la que remite y que es la fuente de tantas de nuestras desgracias.
Pero no estoy para nada seguro que el arte expuesto en Ficciones y territorios, así como en tantas otras muestras y exposiciones de semejante carácter, critiquen explícita o implícitamente dicha razón. O porque en realidad ese no es el propósito de muchas de las obras expuestas o porque si lo intentan no lo hacen con los medios apropiado para que dicha crítica resulte eficaz. Por conmovedora, por convincente, por iluminadora. En este punto es donde cabe traer a cuento de nuevo al “textualismo” como problema, porque la supeditación que el induce de la imagen al texto priva a la obra de arte no solo de su plenitud sino también de su capacidad de cumplir a cabalidad la tarea critica a la que estaría destinada. Diría que en este caso a la critica le sobra texto y le falta cuerpo para poder cumplir efectivamente su papel disolvente en un mundo que, si está sometido a la lógica del capital, es porque la escena política hegemónica se ha convertido en un fascinante espectáculo audiovisual que apela a los cuerpos con mucha mayor contundencia de lo que pude hacerlo la escritura. Por muy crítica o muy lúcida que sea o pretenda serlo.  

Nota.
1 Judith Butler, Los sentidos del sujeto, Herder, Madrid, 2006, p.28 


       

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