martes, 26 de diciembre de 2017

Nicolayevsky y la arqueología del selfie.



La cuestión es el autorretrato. Ayer reservado a los pintores con suficiente arte y arrojo como para fijar para siempre una imagen de su alma inquieta sobre el lienzo. Y hoy pulsión maníaca que se ha apoderado de las multitudes contemporáneas que no saben ir a ninguna parte sin hacerse un selfie.  Se comprende pues que el MoMA se haya fijado en los breves retratos y autorretratos que el artista  mexicano Ricardo Nicolayevsky grabó en video en los años 80 del siglo pasado en Nueva York. Y que los haya comprado. Con esta decisión el célebre museo hizo algo más que historia: hizo arqueología. La del selfie precisamente. Cuando Nicolayevsky hizo esos retratos y autorretratos en video, todavía era reciente la publicación del ensayo con el que Rosalind Krauss denunció el uso que hacían de la cámara de video por los jóvenes artistas entonces como un ejercicio de narcisismo. Pero él, como en realidad el resto de los artistas de su generación, hicieron poco o ningún caso a la denuncia de la Krauss y siguieron haciendo videos sin importarles cuanto de narcisismo había en ellos. Y seguro que lo había. Sólo que Nicolayevsky - tal y como demuestra la selección de los mismos que ahora pueden verse en la galería Freijo Fine Art de Madrid - no se quedó atrapado en el mero regusto auto erótico sino que supo ir más allá y abordar el problema del retrato, sea propio o ajeno, en una coyuntura en la que la individualidad tal y como hasta entonces se la conocía estaba en crisis. A punto de estallar en mil pedazos, si es que no lo había hecho ya. El retrato no podía seguir respondiendo impunemente a la ecuación: el rostro como espejo del alma y como sello de una identidad individual inconfundible, cuya unidad además garantiza el Yo. La multitud avasalladora de estímulos e imposiciones, así como la variedad de roles exigidos por la vida en las metrópolis - todos ellos heterogéneos y con frecuencia contradictorios - ya habían sometido a duras pruebas la unidad del individuo moderno. Un autorretrato de Greta Stern me viene ahora a la cabeza. 


Es de los años cincuenta del siglo pasado y es en realidad un collage fotográfico, en el que el rostro de la gran artista alemana aparece reflejado y comprimido en un pequeño espejo circular, que se apoya en un plano neutro sobre el que también descansan una rama con hojas, un par de hojas caídas, una decena de canicas y botones, un par de lentes y dos escuadras. Es una imagen muy apropiada del grave deterioro de la capacidad del individuo de centrar y de centrarse: de ser él mismo. Él es solo una parte de lo que es un collage al que cabe calificar con Deleuze de “plano de consistencia”.
Los retratos y autorretratos de Nicolayevsaky se pueden calificar igualmente de collages y de planos de consistencia, y quizás con más propiedad. Grabó cien y en ellos se ve amigos y amigas del artista a las que pidió que aparecieran delante de la cámara de cuerpo entero e hicieran lo que se les viniera en gana. Con un par de excepciones, en las que la actuación del retratado parece haber sido predeterminada en algún grado. Duran escasos minutos, son en blanco y  negro, están evidentemente editados y la banda sonora ha sido compuesta por el propio Nicolayevsky. En todos los casos obedecen a la lógica del collage adoptada por el video clip que, aparte de fragmentar y yuxtaponer imágenes, añade música.
Si he dicho que estos vídeos tienen una función arqueológica es porque expusieron tempranamente y con fuerza el estallido de la individualidad moderna que intentan conjurar los selfies. Sus usuarios responden a esa mise en abyme auto retratándose compulsivamente, como si la multiplicación ad nauseum de la imagen de su rostro pudiera devolverles la identidad y el dominio de sí prometidos largamente por la individualidad moderna.    


jueves, 21 de diciembre de 2017

De Chirico y el pastiche.

La exposición El mundo de Giorgio de Chirico en la Caixa de Madrid no le ha gustado a varios de los criticos de arte que mas quiero y respeto. Y lo comprendo. En esta exposicion faltan evidentemente los extraordinarios cuadros metafisicos que, gracias sobre todo a los surrealistas, le dieron a De Chirico su impresionante fama. Que no tardó sin embargo demasiado en convertirse en una condena, en una prision. Como lo documenta exhaustivamente esta exposición que nos muestra a un pintor que tuvo la desgracia de sobrevivirse a sí mismo. De ser dejado de lado por la main stream del arte internacional hasta el punto de verse obligado no solo a copiarse a si mismo sino a falsificar la fecha de sus cuadros, para hacer coindicir la fecha de los pintados mucho después con la de los años en los que disfrutaba la plenitud de su arte y de su gloria. Cuadros ciertamente metafísicos pero carentes la intensidad y el despiadado rigor de los que recibieron ese calificativo en una época en la que la cultura alemana puso en circulación con éxito la tesis de la soberania del inconsciente, junto con temas como la alienación, el extrañamiento y la reificación. Que parecian los mas apropiados para captar la trágica situacion del individuo inerme en una Europa que habia incubado y librado la Gran Guerra y que habia sobrevivido a esa infame carniceria. El stimmung, el sentimiento ingobernable de que el mundo se habia hecho radicalmente extraño, ajeno, incomprensible encontraron en la pintura de De Chirico una expresion mas apropiada, menos patetica, que la ofrecida por el estridente expresionismo. Pero todo esto falta en la exposicion de la Caixa, en la que lo quedomina es el pastiche. Y por partida doble. De Chirico se copia a si mismo y también copia la gran pintura del barroco y sus temas clasicos de una manera que la degrada de manera inaudita. El pintor que habia declarado que la crisis de la pintura moderna era la crisis del oficio terminó demostrando una lamentable falta de oficio. Le queda quizás el logro involuntario de poner en evidencia que los proyectos imperiales de Benito Mussolini y Adolf Hitler, que tanto sedujeron, no eran mas que delirios, escenografias de carton piedra.

martes, 19 de diciembre de 2017

El adiós de Paloma Navares



El año termina y el ritual manda hacer su balance. Y no es fácil, debido al número, la heterogeneidad y la vertiginosa diferencia de calidad de las obras y las exposiciones realizadas  en el curso de un año en el que coincidieron  la Documenta en Atenas y Kassel, la Bienal de Venecia y el Skulpture Project de Münster. Yo desde luego no pienso intentarlo y menos aun apuntándome al juego de las 10 mejores exposiciones del año o de algún otro juego semejante. Porque a mí lo que lo que me deja el año es sobre todo la pena por la despedida del arte de Paloma Navares. “Aquí están expuestas mis últimas piezas”- declaró sobriamente al Diario Vasco la víspera de la inauguración en Octubre pasado de Iluminaciones, la exposición antológica curada por Rocío de la Villa que reúne en el Kursal de Bilbao obras realizadas entre 1977 y 2017. Me encuentro entre los primeros en entender  y aceptar las razones y los motivos inapelables por los que se marcha pero aun así  me duele que se marche, que abandone el arte al cabo de 40 años de dedicarse a expandirlo y enriquecerlo con una obra que en su día fue pionera  en técnicas y recursos, que siempre resultó fascinante y que afortunadamente “permanece y dura”, que diría el poeta.  Tan vasta y proteiforme que se resiste igualmente al balance y a la simplificación. Por lo que me voy a referir solo a una de las series más reveladoras entre todas las que articularon su trayectoria artística: Otros Páramos (2004-2009). Un serie de la que podría decirse que condensa el arte de Paloma  Navares y que en sus propias palabras  es  “un proyecto que recorre el mundo de las mujeres desde la Antigüedad hasta el momento actual. De las mujeres silenciosas a las que han dejado la huella de sus voces, desde las ciudades pobres a las sofisticadas. Es un trabajo de búsqueda sobre culturas, ritos, costumbres y tradiciones en torno al mundo de la mujer que, en muchos casos, alcanza a sus hijos. La situación de la mujer se hace visible a través de sus cantos, poemas o idiomas secretos para hacernos tomar consciencia del aislamiento y la represión que las sociedades han venido ejerciendo sobre ellas”.

Es tan difícil es exagerar su importancia en una coyuntura como la actual en la que la condición femenina se ha convertido en un verdadero campo de batalla, en un nudo de fuerzas disonantes y en conflicto, de cuyo desenlace depende buena parte de nuestro futuro. Como fácil confundirse sobre el carácter de la misma si nos remitimos solo las palabras con las que Paloma Navares ha comunicado los propósitos conscientes que la movieron a realizarla. Es evidente: los propósitos de esta serie se han cumplido pero de una manera tal que desborda largamente el ámbito de la denuncia y se adentra decididamente en los dominios del arte.  Y me atrevo a afirmar que lo hace en los dominios del ARTE, así con mayúsculas, para subrayar cuán decididamente ella apuesta por la belleza. 


Criatura del pensamiento ilustrado y en su día piedra sillar de la emancipación del arte, la belleza es una palabra que hoy casi nadie se atreve a pronunciar en una escena artística donde su logro es la menor de las preocupaciones de esa mayoría de artistas mucho más interesados en satisfacer las exigencias del pensamiento crítico, la deconstrucción de modos de pensar u obrar o la expresión de formas alternativas de subjetividad que de garantizar la calidad estética de sus realizaciones.  Y todavía menos en una situación cultural y política como la actual, en la que proponer a la belleza como el más deseable de los atributos de una mujer ha pasado a considerarse una inadmisible manifestación de la cultura patriarcal. O de la cosificación de la condición femenina por la publicidad y en definitiva  por el capitalismo.
Otros páramos se atreve por el contrario a lidiar de lleno con la belleza. Y en el terreno donde resulta más tópica: el de las flores. La serie es una colección de fotografías en primerísimo primer plano y de gran formato de flores de una belleza arrebatadora y difícilmente cuestionable. Sólo que la belleza tanto de las fotografías como de las flores se transforma en la segunda mirada, en la mirada que discrimina y detalla, en una sublimación del horror. En los pétalos de esas flores majestuosas, Paloma Navares ha impreso delicadamente poemas y dibujos que nos hablan de los estados de ánimo producidos por el sometimiento o la subordinación padecidas por las mujeres en tantas partes del mundo y en tantas épocas del mismo.


Estas flores dicientes son una clara invitación a repetir con Walter Benjamín que todo documento de cultura es también un documento de barbarie. Pero son igualmente una invitación a superar dialécticamente esta contradicción. Las flores han sido en las culturas patriarcales tanto un adorno sobre todo femenino como una alegoría  de la condición femenina. Las mujeres se embellecían para, como las flores, atraer al macho que las habría de fecundar. ¿Pero pueden las mujeres seguir siendo flores en una situación pospatriarcal? ¿Pueden seguir buscando la belleza sin que esa búsqueda signifique su acatamiento de un orden que las condenaba al sometimiento o la subalterneidad? ¿O habrá que arrojar definitivamente al basurero de la historia a las flores junto con los poemas que Paloma Navares ha inscrito en los pétalos de las suyas porque también ellos en su hermosura subliman la barbarie?  La obra de Paloma Navares ha abierto, por el contrario, la posibilidad de librar a la belleza de su ganga patriarcal.              


viernes, 15 de septiembre de 2017

Cristina Lucas y el ángel de la historia.





Creo que cabe replantearse la imagen del ángel de la historia y adoptar en vez de la célebre acuarela de Paul Klee adoptada por Walter Benjamin la no menos célebre foto de Richard  Peter de Dresde destruida en 1945 por los bombardeos angloamericanos. Y no solo porque en esta última se ven efectivamente las ruinas que solo crecen metafóricamente hasta el cielo ante el aterrado ángel benjaminiano sino porque los bombardeos aéreos parecen trazar la ruta del progreso con más precisión que cualquiera otra de sus múltiples manifestaciones. El progreso es demoledor y los bombardeos lo confirman sin contemplaciones.   

Lo he pensado viendo El rayo que no cesa, una video instalación incluida en la exposición Manchas en el silencio de Cristina Lucas (Madrid,14.09.2017) que documenta  los bombardeos aéreos contra blancos civiles ocurridos en el mundo desde 1912 hasta la fecha. Incluyendo desde luego el de abril de 1937 de Guernica, motivo inicial del taller que Cristina realizó este mismo año que se convirtió en el punto de partida de este proyecto. Sus cuatro horas largas de imágenes sobrepasan obviamente en eficacia visual a la obra de referencia sobre el mismo tema, l reveladora  Historia de los bombardeos de Sven Lundqvist que, compuesta a la manera caleidoscópica de la Rayuela de Julio Cortázar,  permite adentrarse en el laberinto de agentes, medios, motivos, intereses y consecuencias letales de lo que caracteriza al siglo xx probablemente con más propiedad que el surgimiento y la decadencia del comunismo: los bombardeos aéreos.  


La obra de Lundqvist no aborda sin embargo un rasgo que parece específico de los bombardeos del siglo xxi: su secretismo. Cierto: los equipos de propaganda de Franco se empeñaron en negar que el bombardeo de Guernica por la Luftwaffe había tenido lugar. Pero este antecedente puntual palidece ante los bombardeos  en  el Medio Oriente, donde desde hace años se libra una encarnizada guerra mediática por ocultar los bombardeos realizados por las propias fuerzas aéreas y por atribuir los mismos a las de sus adversarios. Algo que  movió al arquitecto israelí Eyel Waisman  a formar un equipo multidisciplinar que bajo la enseña de Forensic Architecture se dedica a investigar, a partir de las huellas dejadas en la arquitectura y la edilicia por los bombardeos, quienes son realmente los autores de los mismos.   


Por esta razón las exposiciones de Forensic Architecture celebradas antes en el Macba de Barcelona y ahora en el Muac de Ciudad de México – y ambas curadas por Ferrán Baremblit y Cuauhtemoc Medina - enlazan con El rayo que no cesa de Cristina Lucas y actualizan oportunamente la historia escrita por Lundqvist. 

lunes, 28 de agosto de 2017

En el Estrecho de Gibraltar.




El viernes pasado (25.08.2017)  recorrí de un extremo a otro el litoral marroquí del Estrecho de Gibraltar con  Amparo Garrido. La había invitado a hacerlo desde cuando me contó que llevaba meses grabando aves en los avistaderos de los alrededores de Tarifa, con el propósito de hacer una película. Me contó también cuán fascinada estaba no solo por las aves que anidan o recalan en el Estrecho sino por el Estrecho mismo. Por sus paisajes desnudos y con frecuencia desolados. “Tienes que cruzar el Estrecho y  verlo desde el otro lado”- le dije entonces.”Así tendrás una visión completa del mismo. De su fuerza, de su desafiante poderío”. Como veis terminó por hacerme caso y creo fue defraudada. Y para agradecer mi insistencia me enseñó 60 de los 80 minutos del  borrador de su película. Insistiendo eso si que en que se trataba de un borrador al que todavía le falta el desenlace y un trabajo de edición adicional. Pero aun contando con estas limitaciones debo decir que la película en marcha es esplendida. No se trata de un documental más sobre aves aunque las aves sean ciertamente protagonistas. Es una película que inserta a las aves en un triángulo en un cuyos otros dos extremos están la ceguera y la propia Amparo elaborando subrepticiamente un duelo. Su duelo. Es un filme extraño, intempestivo si se quiere, de una rara, de una  intensa eficacia visual.  Y un indudable salto adelante en la trayectoria de una artista a quien debemos inquietantes retratos de perros y de gorilas. Y unas imágenes imborrables del Tiergarten de Berlín.  

  

lunes, 21 de agosto de 2017

De bienales y subjetividades







Ha pasado el tiempo suficiente desde que cumplí con la obligación de escribir extensamente sobre la bienal de Venecia y la  Documenta de Kassel para ArtNexus como para volver sobre ellas y recuperar las impresiones más duraderas entre todas las que me causaron. La primera impresión, la de déjà vu. La sensación tan difusa como persistente de que poco o nada de lo que vi me pareció enteramente nuevo o por lo menos disonante o excéntrico. Y no lo digo solo por las siete ediciones de Documenta que llevo a mis espaldas. Lo digo ante todo porque ya se ha consolidado una tradición de lo posmoderno en el arte - tan asentada como la tradición de lo moderno en el arte enunciada en su día Harold Rosenberg - que insta a los discursos curatoriales a ajustarse a los términos de un misma agenda cuya aplicación da como resultado la  homogenización de  los contenidos expuestos por muy heterogéneos que luzcan al inicio.  Agenda en la que las que el historicismo,  las cuestiones de género y el multiculturalismo coexisten con la denuncia o el cuestionamiento de  los letales efectos de la crisis económica, el calentamiento global y los flujos incontrolados de inmigrantes y refugiados generados por las guerras que asolan al Tercer Mundo. Christine Macel - la directora artística de la bienal de Venecia – quiso sesgar esta agenda reivindicando enfáticamente el papel de los artistas en la producción del arte en una coyuntura en la que el protagonismo en el mundo del arte está reservado a los curadores y coleccionistas. Pero lo hizo enfatizando el aspecto artesanal de la práctica artística, su carácter de inteligencia manual para decirlo de alguna manera, que tan vivamente contrasta con el que hacer de artistas como Jeff Koons, Anish Kapoor,  Damian Hirst o Ai Wei Wei que no solo proyectan y dirigen lo que otras manos harán por ellos sino que conciben y realizan la obra de arte como una empresa.    



El romanticismo implícito en la peculiar defensa de la artesanía en el arte de Christine encajaba bien en Venecia con las obras de artistas que reivindican a la Madre Tierra o denuncian las agresiones a las que la somete la universalización del American Way of Life. Y desde luego con la reivindicación por artistas metropolitanos de religiones y cultos ancestrales africanos o americanos a los que se les atribuye la forja y el cultivo de una relación armónica con el medio ambiente. El artista artesano, el artista que implica su cabeza, su cuerpo, sus manos y la vida entera en la realización de su arte vendría ser el paradigma de una individualidad capaz de (r) establecer una relación equilibrada con una naturaleza a la que ya no considera ni enemiga ni sujeta al capricho de su voluntad. Una naturaleza ahora inerme o en vías de extinción.
 

En la Documenta  Adam Szymczyk puso el énfasis en  la política. El Partenón que Marta Minujín emplazó en la Friederichplatz, aunque dedicado a denunciar que todavía hay países donde se prohíben libros,  podía leerse como emblema del poderoso vínculo que la Ilustración alemana forjó con la Grecia clásica pero también de la  decisión de Szymczyk  de hermanar a Kassel con Atenas realizando esta edición en ambas ciudades. Una decisión con una clara intención política: Aprender de Atenas. Para la cultura ilustrada la Grecia clásica no era solo paradigma de arte, arquitectura o filosofía: también lo era de democracia. Y es justamente el déficit democrático de la Unión Europea el que saltó a la luz pública cuando años atrás la Comisión Europea impuso al gobierno griego unas humillantes medidas económicas y políticas que beneficiaban sobre  todo a la banca alemana - aunque no solo a ella. Yannis Varoufakis - el ministro de economía  que en defensa de los intereses del pueblo griego libró y perdió esa batalla con la Comisión Europea  - destacó entre quienes protestaron por la celebración de Documenta en Atenas. La interpretó como el intento de la Alemania responsable del expolio de Grecia de curar su mala consciencia mediante la exaltación pasajera de su escena artística y de sus artistas. Marta Menujín por su parte intentó conjurar esta inconformidad con la performance humorística, protagonizada por Ángela Merkel,  que realizó el día de inauguración de Documenta en Atenas. Su título: Payment of Greek Debt to Germany with olives and Art.
 
La instalación de Kendell Geer en el Museo Fridericianum, aunque realizada en 2014, cargó a un símbolo como el Partenón de contenidos políticos adicionales. Es un entramado de estanterías metálicas de suelo a techo repletas de cilindros y ovillos de concertinas. En suma: uno de los símbolos egregios de la civilización occidental transformado en depósito meticulosamente ordenado de los alambres con cuchillas afiladas que coronan los muros y las vallas que Europa comunitaria usa actualmente para mantener a raya a los inmigrantes de África o para encerrar a los refugiados de las guerras de las que es cómplice.
Proyectos como What is democracy? de Oliver Ressler, The Parliament of the bodies de Andreas Angelidakis, Social disonance de Mattin, A War Machine de Sergio Zevallos, Atlas Fractured de Theo Eshtu o El molino de sangre de Antonio Vega Macoleta  respondieron bien al sesgo político de esta Documenta. Desastres de la guerra: el caballo de Troya de Daniel García Andújar merece  sin embargo una mención aparte porque en la  Neue Neue Gallerie  juntó documentación crítica sobre las guerras y las dictaduras con una instalación compuesta por réplicas de las esculturas clásicas griegas que al final quemó. Como lo que era: como una falla valenciana. Pero la destrucción del canon clásico no supone la abolición definitiva del canon, como sugirió María Dolores Jiménez-Blanco en el texto que acompañó la cremá del Burning the canon de García Andújar. En el lugar de un canon siempre puede surgir otro, así sea tan extremo o  heterodoxo como el representado por la obra de la transexual chilena de origen alemán, Lorenza Böttner, expuesta en la Neue Gallerie. Solo que el canon de la sexualidad mutante, en cuanto supone la desafiante afirmación del artificio, resulta opuesto al paradigma naturalista encarnado la individualidad que desea confundirse con la naturaleza. O por lo menos subordinarse al propósito de establecer una relación armoniosa con ella.   

 

  

     





Ha pasado el tiempo suficiente desde que cumplí con la obligación profesional de escribir extensamente sobre la bienal de Venecia y la  Documenta de Kassel para ArtNexus como para volver sobre ellas y recuperar las impresiones más duraderas entre todas las que me causaron. La primera impresión, la de déjà vu. La sensación tan difusa como persistente de que poco o nada de lo que vi me pareció enteramente nuevo o por lo menos disonante o excéntrico. Y no lo digo solo por las siete ediciones de Documenta que llevo a mis espaldas. Lo digo ante todo porque ya se ha consolidado una tradición de lo posmoderno en el arte - tan asentada como la tradición de lo moderno en el arte enunciada en su día Harold Rosenberg - que insta a los discursos curatoriales a ajustarse a los términos de un misma agenda cuya aplicación da como resultado la  homogenización de  los contenidos expuestos por muy heterogéneos que luzcan al inicio.  Agenda en la que las que el historicismo,  las cuestiones de género y el multiculturalismo coexisten con la denuncia o el cuestionamiento de  los letales efectos de la crisis económica, el calentamiento global y los flujos incontrolados de inmigrantes y refugiados generados por las guerras que asolan al Tercer Mundo. Christine Macel - la directora artística de la bienal de Venecia – quiso sesgar esta agenda reivindicando enfáticamente el papel de los artistas en la producción del arte en una coyuntura en la que el protagonismo en el mundo del arte está reservado a los curadores y coleccionistas. Pero lo hizo enfatizando el aspecto artesanal de la práctica artística, su carácter de inteligencia manual para decirlo de alguna manera, que tan vivamente contrasta con el que hacer de artistas como Jeff Koons, Anish Kapoor,  Damian Hirst o Ai Wei Wei que no solo proyectan y dirigen lo que otras manos harán por ellos sino que conciben y realizan la obra de arte como una empresa.





El romanticismo implícito en la peculiar defensa de la artesanía en el arte de Christine encajaba bien en Venecia con las obras de artistas que reivindican a la Madre Tierra o denuncian las agresiones a las que la somete la universalización del American Way of Life. Y desde luego con la reivindicación por artistas metropolitanos de religiones y cultos ancestrales africanos o americanos a los que se les atribuye la forja y el cultivo de una relación armónica con el medio ambiente. El artista artesano, el artista que implica su cabeza, su cuerpo, sus manos y la vida entera en la realización de su arte vendría ser el paradigma de una individualidad capaz de (r) establecer una relación equilibrada con una naturaleza a la que ya no considera ni enemiga ni sujeta al capricho de su voluntad. Una naturaleza ahora inerme o en vías de extinción.
En la Documenta  Adam Szymczyk puso el énfasis en  la política. El Partenón que Marta Minujín emplazó en la Friederichplatz, aunque dedicado a denunciar que todavía hay países donde se prohíben libros,  podía leerse como emblema del poderoso vínculo que la Ilustración alemana forjó con la Grecia clásica pero también de la  decisión de Szymczyk  de hermanar a Kassel con Atenas realizando esta edición en ambas ciudades. Una decisión con una clara intención política: Aprender de Atenas. Para la cultura ilustrada la Grecia clásica no era solo paradigma de arte, arquitectura o filosofía: también lo era de democracia. Y es justamente el déficit democrático de la Unión Europea el que saltó a la luz pública cuando años atrás la Comisión Europea impuso al gobierno griego unas humillantes medidas económicas y







políticas que beneficiaban sobre  todo a la banca alemana - aunque no solo a ella. Yannis Varoufakis - el ministro de economía  que en defensa de los intereses del pueblo griego libró y perdió esa batalla con la Comisión Europea  - destacó entre quienes protestaron por la celebración de Documenta en Atenas. La interpretó como el intento de la Alemania responsable del expolio de Grecia de curar su mala consciencia mediante la exaltación pasajera de su escena artística y de sus artistas. Marta Menujín por su parte intentó conjurar esta inconformidad con la performance humorística, protagonizada por Ángela Merkel,  que realizó el día de inauguración de Documenta en Atenas. Su título: Payment of Greek Debt to Germany with olives and Art.
La instalación de Kendell Geer en el Museo Fridericianum, aunque realizada en 2014, cargó a un símbolo como el Partenón de contenidos políticos adicionales. Es un entramado de estanterías metálicas de suelo a techo repletas de cilindros y ovillos de concertinas. En suma: uno de los símbolos egregios de la civilización occidental transformado en depósito meticulosamente ordenado de los alambres con cuchillas afiladas que coronan los muros y las vallas que Europa comunitaria usa actualmente para mantener a raya a los inmigrantes de África o para encerrar a los refugiados de las guerras de las que es cómplice.
Proyectos como What is democracy? de Oliver Ressler, The Parliament of the bodies de Andreas Angelidakis, Social disonance de Mattin, A War Machine de Sergio Zevallos, Atlas Fractured de Theo Eshtu o El molino de sangre de Antonio Vega Macoleta  respondieron bien al sesgo político de esta Documenta. Desastres de la guerra: el caballo de Troya de Daniel García Andújar merece  sin embargo una mención aparte porque en la





Neue Neue Gallerie  juntó documentación crítica sobre las guerras y las dictaduras con una instalación compuesta por réplicas de las esculturas clásicas griegas que al final quemó. Como lo que era: como una falla valenciana. Pero la destrucción del canon clásico no supone la abolición definitiva del canon, como sugirió María Dolores Jiménez-Blanco en el texto que acompañó la cremá de Burning the canon de García Andújar. En el lugar de un canon siempre puede surgir otro, así sea tan extremo o  heterodoxo como el representado por la obra de la transexual chilena de origen alemán, Lorenza Böttner, expuesta en la Neue Gallerie. Solo que el canon de la sexualidad mutante, en cuanto supone la afirmación desafiante del artificio, resulta opuesto al paradigma naturalista representado por la individualidad que desea confundirse con la naturaleza. O por lo menos subordinarse al propósito de establecer una relación armoniosa con ella.