martes, 26 de diciembre de 2017

Nicolayevsky y la arqueología del selfie.



La cuestión es el autorretrato. Ayer reservado a los pintores con suficiente arte y arrojo como para fijar para siempre una imagen de su alma inquieta sobre el lienzo. Y hoy pulsión maníaca que se ha apoderado de las multitudes contemporáneas que no saben ir a ninguna parte sin hacerse un selfie.  Se comprende pues que el MoMA se haya fijado en los breves retratos y autorretratos que el artista  mexicano Ricardo Nicolayevsky grabó en video en los años 80 del siglo pasado en Nueva York. Y que los haya comprado. Con esta decisión el célebre museo hizo algo más que historia: hizo arqueología. La del selfie precisamente. Cuando Nicolayevsky hizo esos retratos y autorretratos en video, todavía era reciente la publicación del ensayo con el que Rosalind Krauss denunció el uso que hacían de la cámara de video por los jóvenes artistas entonces como un ejercicio de narcisismo. Pero él, como en realidad el resto de los artistas de su generación, hicieron poco o ningún caso a la denuncia de la Krauss y siguieron haciendo videos sin importarles cuanto de narcisismo había en ellos. Y seguro que lo había. Sólo que Nicolayevsky - tal y como demuestra la selección de los mismos que ahora pueden verse en la galería Freijo Fine Art de Madrid - no se quedó atrapado en el mero regusto auto erótico sino que supo ir más allá y abordar el problema del retrato, sea propio o ajeno, en una coyuntura en la que la individualidad tal y como hasta entonces se la conocía estaba en crisis. A punto de estallar en mil pedazos, si es que no lo había hecho ya. El retrato no podía seguir respondiendo impunemente a la ecuación: el rostro como espejo del alma y como sello de una identidad individual inconfundible, cuya unidad además garantiza el Yo. La multitud avasalladora de estímulos e imposiciones, así como la variedad de roles exigidos por la vida en las metrópolis - todos ellos heterogéneos y con frecuencia contradictorios - ya habían sometido a duras pruebas la unidad del individuo moderno. Un autorretrato de Greta Stern me viene ahora a la cabeza. 


Es de los años cincuenta del siglo pasado y es en realidad un collage fotográfico, en el que el rostro de la gran artista alemana aparece reflejado y comprimido en un pequeño espejo circular, que se apoya en un plano neutro sobre el que también descansan una rama con hojas, un par de hojas caídas, una decena de canicas y botones, un par de lentes y dos escuadras. Es una imagen muy apropiada del grave deterioro de la capacidad del individuo de centrar y de centrarse: de ser él mismo. Él es solo una parte de lo que es un collage al que cabe calificar con Deleuze de “plano de consistencia”.
Los retratos y autorretratos de Nicolayevsaky se pueden calificar igualmente de collages y de planos de consistencia, y quizás con más propiedad. Grabó cien y en ellos se ve amigos y amigas del artista a las que pidió que aparecieran delante de la cámara de cuerpo entero e hicieran lo que se les viniera en gana. Con un par de excepciones, en las que la actuación del retratado parece haber sido predeterminada en algún grado. Duran escasos minutos, son en blanco y  negro, están evidentemente editados y la banda sonora ha sido compuesta por el propio Nicolayevsky. En todos los casos obedecen a la lógica del collage adoptada por el video clip que, aparte de fragmentar y yuxtaponer imágenes, añade música.
Si he dicho que estos vídeos tienen una función arqueológica es porque expusieron tempranamente y con fuerza el estallido de la individualidad moderna que intentan conjurar los selfies. Sus usuarios responden a esa mise en abyme auto retratándose compulsivamente, como si la multiplicación ad nauseum de la imagen de su rostro pudiera devolverles la identidad y el dominio de sí prometidos largamente por la individualidad moderna.    


jueves, 21 de diciembre de 2017

De Chirico y el pastiche.

La exposición El mundo de Giorgio de Chirico en la Caixa de Madrid no le ha gustado a varios de los criticos de arte que mas quiero y respeto. Y lo comprendo. En esta exposicion faltan evidentemente los extraordinarios cuadros metafisicos que, gracias sobre todo a los surrealistas, le dieron a De Chirico su impresionante fama. Que no tardó sin embargo demasiado en convertirse en una condena, en una prision. Como lo documenta exhaustivamente esta exposición que nos muestra a un pintor que tuvo la desgracia de sobrevivirse a sí mismo. De ser dejado de lado por la main stream del arte internacional hasta el punto de verse obligado no solo a copiarse a si mismo sino a falsificar la fecha de sus cuadros, para hacer coindicir la fecha de los pintados mucho después con la de los años en los que disfrutaba la plenitud de su arte y de su gloria. Cuadros ciertamente metafísicos pero carentes la intensidad y el despiadado rigor de los que recibieron ese calificativo en una época en la que la cultura alemana puso en circulación con éxito la tesis de la soberania del inconsciente, junto con temas como la alienación, el extrañamiento y la reificación. Que parecian los mas apropiados para captar la trágica situacion del individuo inerme en una Europa que habia incubado y librado la Gran Guerra y que habia sobrevivido a esa infame carniceria. El stimmung, el sentimiento ingobernable de que el mundo se habia hecho radicalmente extraño, ajeno, incomprensible encontraron en la pintura de De Chirico una expresion mas apropiada, menos patetica, que la ofrecida por el estridente expresionismo. Pero todo esto falta en la exposicion de la Caixa, en la que lo quedomina es el pastiche. Y por partida doble. De Chirico se copia a si mismo y también copia la gran pintura del barroco y sus temas clasicos de una manera que la degrada de manera inaudita. El pintor que habia declarado que la crisis de la pintura moderna era la crisis del oficio terminó demostrando una lamentable falta de oficio. Le queda quizás el logro involuntario de poner en evidencia que los proyectos imperiales de Benito Mussolini y Adolf Hitler, que tanto sedujeron, no eran mas que delirios, escenografias de carton piedra.

martes, 19 de diciembre de 2017

El adiós de Paloma Navares



El año termina y el ritual manda hacer su balance. Y no es fácil, debido al número, la heterogeneidad y la vertiginosa diferencia de calidad de las obras y las exposiciones realizadas  en el curso de un año en el que coincidieron  la Documenta en Atenas y Kassel, la Bienal de Venecia y el Skulpture Project de Münster. Yo desde luego no pienso intentarlo y menos aun apuntándome al juego de las 10 mejores exposiciones del año o de algún otro juego semejante. Porque a mí lo que lo que me deja el año es sobre todo la pena por la despedida del arte de Paloma Navares. “Aquí están expuestas mis últimas piezas”- declaró sobriamente al Diario Vasco la víspera de la inauguración en Octubre pasado de Iluminaciones, la exposición antológica curada por Rocío de la Villa que reúne en el Kursal de Bilbao obras realizadas entre 1977 y 2017. Me encuentro entre los primeros en entender  y aceptar las razones y los motivos inapelables por los que se marcha pero aun así  me duele que se marche, que abandone el arte al cabo de 40 años de dedicarse a expandirlo y enriquecerlo con una obra que en su día fue pionera  en técnicas y recursos, que siempre resultó fascinante y que afortunadamente “permanece y dura”, que diría el poeta.  Tan vasta y proteiforme que se resiste igualmente al balance y a la simplificación. Por lo que me voy a referir solo a una de las series más reveladoras entre todas las que articularon su trayectoria artística: Otros Páramos (2004-2009). Un serie de la que podría decirse que condensa el arte de Paloma  Navares y que en sus propias palabras  es  “un proyecto que recorre el mundo de las mujeres desde la Antigüedad hasta el momento actual. De las mujeres silenciosas a las que han dejado la huella de sus voces, desde las ciudades pobres a las sofisticadas. Es un trabajo de búsqueda sobre culturas, ritos, costumbres y tradiciones en torno al mundo de la mujer que, en muchos casos, alcanza a sus hijos. La situación de la mujer se hace visible a través de sus cantos, poemas o idiomas secretos para hacernos tomar consciencia del aislamiento y la represión que las sociedades han venido ejerciendo sobre ellas”.

Es tan difícil es exagerar su importancia en una coyuntura como la actual en la que la condición femenina se ha convertido en un verdadero campo de batalla, en un nudo de fuerzas disonantes y en conflicto, de cuyo desenlace depende buena parte de nuestro futuro. Como fácil confundirse sobre el carácter de la misma si nos remitimos solo las palabras con las que Paloma Navares ha comunicado los propósitos conscientes que la movieron a realizarla. Es evidente: los propósitos de esta serie se han cumplido pero de una manera tal que desborda largamente el ámbito de la denuncia y se adentra decididamente en los dominios del arte.  Y me atrevo a afirmar que lo hace en los dominios del ARTE, así con mayúsculas, para subrayar cuán decididamente ella apuesta por la belleza. 


Criatura del pensamiento ilustrado y en su día piedra sillar de la emancipación del arte, la belleza es una palabra que hoy casi nadie se atreve a pronunciar en una escena artística donde su logro es la menor de las preocupaciones de esa mayoría de artistas mucho más interesados en satisfacer las exigencias del pensamiento crítico, la deconstrucción de modos de pensar u obrar o la expresión de formas alternativas de subjetividad que de garantizar la calidad estética de sus realizaciones.  Y todavía menos en una situación cultural y política como la actual, en la que proponer a la belleza como el más deseable de los atributos de una mujer ha pasado a considerarse una inadmisible manifestación de la cultura patriarcal. O de la cosificación de la condición femenina por la publicidad y en definitiva  por el capitalismo.
Otros páramos se atreve por el contrario a lidiar de lleno con la belleza. Y en el terreno donde resulta más tópica: el de las flores. La serie es una colección de fotografías en primerísimo primer plano y de gran formato de flores de una belleza arrebatadora y difícilmente cuestionable. Sólo que la belleza tanto de las fotografías como de las flores se transforma en la segunda mirada, en la mirada que discrimina y detalla, en una sublimación del horror. En los pétalos de esas flores majestuosas, Paloma Navares ha impreso delicadamente poemas y dibujos que nos hablan de los estados de ánimo producidos por el sometimiento o la subordinación padecidas por las mujeres en tantas partes del mundo y en tantas épocas del mismo.


Estas flores dicientes son una clara invitación a repetir con Walter Benjamín que todo documento de cultura es también un documento de barbarie. Pero son igualmente una invitación a superar dialécticamente esta contradicción. Las flores han sido en las culturas patriarcales tanto un adorno sobre todo femenino como una alegoría  de la condición femenina. Las mujeres se embellecían para, como las flores, atraer al macho que las habría de fecundar. ¿Pero pueden las mujeres seguir siendo flores en una situación pospatriarcal? ¿Pueden seguir buscando la belleza sin que esa búsqueda signifique su acatamiento de un orden que las condenaba al sometimiento o la subalterneidad? ¿O habrá que arrojar definitivamente al basurero de la historia a las flores junto con los poemas que Paloma Navares ha inscrito en los pétalos de las suyas porque también ellos en su hermosura subliman la barbarie?  La obra de Paloma Navares ha abierto, por el contrario, la posibilidad de librar a la belleza de su ganga patriarcal.